Cada vez tenemos más evidencias de que la alimentación está asociada de una manera u otra con el riesgo de desarrollar un cáncer. En total un 50 % de los casos diagnosticados podrían estar relacionados con lo que comemos, y tan solo un 5 % tendría un componente genético.

La alimentación está involucrada en todas las fases de la enfermedad: desde la prevención previa y la fase de inicio donde la célula se vuelve cancerígena, hasta en la reproducción y propagación del tumor. De ahí que sea de gran importancia conocer el papel que tienen los alimentos en el cáncer, para poder ayudar a nuestro organismo en todo los que esté en nuestras manos. Es cierto que hay otros muchos factores que no dependerán de nosotros y que no podemos controlar, pero hacer algo en aquello en lo que sí podemos nos ayudará a encontrarnos mejor física y mentalmente.

Los principales alimentos involucrados en la prevención son aquellos con una mayor capacidad antioxidante. Esto supondrán una prevención frente a los agresivos radicales libres que, de no ser neutralizados por los antioxidantes, atacarán a órganos, tejidos e incluso al ADN celular, originando mutaciones indeseadas en el peor de los casos.

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En cualquier tratamiento nutricional, además de ‘poner’ hay que ‘quitar’. Las recientes y polémicas recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud nos advierten del potencial cancerígeno que supone un consumo excesivo de carne roja, carne procesada y embutidos. Para poder seguir estas recomendaciones sin miedo de no alcanzar la cantidad diaria recomendada de proteínas, es muy importante conocer otras fuentes y cómo combinarlas. Además de disponer en la naturaleza de fuentes de proteína animal de buena calidad, como las del pescado o los huevos, tenemos las de los vegetales que, aunque no sean consideradas completas, pueden complementarse entre ellas resultando en consecuencia una proteína de buena calidad.

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Las grasas no siempre son malas, y reducir las perjudiciales es tan importante como aumentar el consumo de las beneficiosas para la salud. Estas son las grasas insaturadas, que ejercen una acción antiinflamatoria fundamental sobre todo para fortalecer el sistema inmune y poder luchar contra la enfermedad.

 

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La estrategia más importante tanto en la prevención como sobre todo en el manejo de la propagación es el control de los azúcares en la dieta. Ya en 1966 el premio Nobel y fisiólogo alemán Otto Warburg comprobó que “la causa primaria del cáncer es el reemplazo de la respiración con oxígeno en las células normales del organismo, por la fermentación del azúcar”.

El conocido como ’efecto Warburg’ demuestra que el metabolismo de una célula cancerígena es 16 veces menos eficiente que el de una célula normal, y que al final se obtiene tan solo el 5 % de la energía disponible en los alimentos y depósitos corporales. Esto explica por qué el enfermo se encuentra tan abatido y malnutrido.

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Cuadro 1. Proceso de obtención de energía según el efecto Warburg. Buddhini Samarasinghe 2014.

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Por tanto, la estrategia idónea consistirá en reducir al máximo el consumo de azúcares, sobre todo los refinados, con el fin de “matar de hambre” a la célula maligna, que sin este no sabrá sobrevivir. En cambio, las células sanas son capaces de obtener energía de otras fuentes, como las grasas, pudiéndose conseguir, con un buen plan nutricional supervisado por un especialista, debilitar a la célula maligna mientras la sana se fortalece.

 

Estos son requisitos imprescindibles tanto en la prevención como una vez iniciado el cáncer y harán que podamos alimentarnos de manera segura, al menos desde la tranquilidad de estar haciendo todo lo que está en nuestra mano para luchar contra esta impredecible y desoladora enfermedad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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